Tras varios siglos, la doctrina militar se había mantenido sin apenas variaciones significativas. Una de las principales máximas consistía en atacar el primero. Quien así lo hiciera, disfrutaría de una ventaja inicial sustantiva que sería determinante en la evolución del conflicto. Este planteamiento cambia radicalmente en los años ochenta de la mano del norteamericano Robert McNamara, una de las mentes más agudas del siglo XX. Entre otras cosas, secretario de Defensa, presidente de Ford Motors,presidente del Banco Mundial y profesor de Economía en Harvard. Este hombre modificó las bases de la doctrina militar planteando lo que se denominó la destrucción mutua asegurada. Básicamente significaba que, independientemente de quien atacara primero, ambos contendientes estaban condenados a su destrucción mutua, a la desaparición de los dos. La explicación a este cambio tan drástico en la doctrina militar estaba en el desarrollo tecnológico vinculado al armamento nuclear y a los misiles balísticos intercontinentales. En un contexto de guerra fría, McNamara fue capaz de captar una realidad que había cambiado sustancialmente. Una recreación artística de lo que podría ser el día siguiente al holocausto final es la que nos ofrece la película Mad Max y sus escenarios apocalípticos de desolación, hambre y muerte. Por cierto, nótese que MAD coincide con las siglas de mutually assured destruction. No es una casualidad.
La caída de la URSS es también consecuencia de la iniciativa de defensa estratégica norteamericana. La antigua Unión Soviética estaba ya a punto de desintegración a principios de los años setenta. Gracias al fuerte incremento de los precios del petróleo que tuvieron lugar en esa década, y en la primera mitad de la siguiente, fue capaz de sobrevivir hasta principios de los noventa. Y aquí una coincidencia fatal. Por una parte, los precios del petróleo se reducen a la mitad y la URSS no es capaz de soportar el impulso tecnológico de la industria americana, que podría reducir sus arsenales nucleares a pura chatarra. A partir de aquí, el mundo ya no es el mismo que era. El siglo XXI arranca con la caída del muro de Berlín y con los sucesos de la plaza de Tiananmen a finales de los ochenta. Quizás un poco antes, con el discurso de Ronald Reagan en la puerta de Brandemburgo.
Actualmente estamos inmersos en la informática y su aplicación a los órdenes más diversos de nuestra existencia. Lo estamos viviendo día a día. Kodak y todo el complejo que giraba en torno a esta empresa ha desaparecido, los servicios de correos se reciclan en empresas de paquetería, la banca se transforma para poder sobrevivir, las cabinas telefónicas son un atractivo turístico y el pequeño comercio cae en la trampa de mostrar unos productos físicos que después se adquieren a través de Internet.
El cambio que la informática está introduciendo en nuestras vidas está todavía en estado embrionario. Un avance realmente importante en esta dirección es el que representan las tecnologías de quinta generación, abreviadamente el 5G. Sobre lo que disponemos ahora, esta nueva tecnología transmite datos en tiempo real sin esperas ni latencias. Al ser esto así, permitiría, por ejemplo, los automóviles de conducción autónoma, la robotización de una parte importante de las tareas humanas, la conexión de los distintos aparatos entre sí (el Internet de las cosas) y avances espectaculares en el mundo de la salud y de la inteligencia artificial. Y también, y esto es importante -quizás lo más importante-, avances determinantes en los terrenos militar y de defensa.
En el tablero del 5G solamente hay dos actores: los norteamericanos y los chinos. Los actores más tradicionales de la geopolítica mundial se han quedado atrás. Principalmente la actual Rusia y la Unión Europea: nada que aportar en esta situación. Solamente dos países disponen de la tecnología necesaria para poner en marcha las nuevas redes de comunicaciones. China a través de dos grandes empresas (Huawei y ZTE) y Estados Unidos a través del enorme conglomerado de empresas tecnológicas que dominan sus principales índices bursátiles. El complejo Silicon Valley.
Una pregunta que nos hacemos con frecuencia es por qué las autoridades norteamericanas encargadas de velar por la libre concurrencia en los mercados -las autoridades antitrust y de defensa del consumidor- han permitido que las empresas vinculadas a las nuevas tecnologías llegaran a ser conglomerados monopolistas de dimensiones tan gigantescas. La pregunta se basa en la larga tradición americana en limitar el desarrollo de monopolios y concentraciones empresariales que limitan la concurrencia en los mercados. Ya hace más de un siglo desde la aprobación de la Ley Sherman Antitrust. Esta legislación se aplicó, por ejemplo, para obligar a J. Rockefeller a trocear la gigantesca Standard Oil para recuperar la competencia en el mercado interior de petróleos y derivados.